Este texto iba a ser genial. En el momento en que lo concebí me pareció una idea estupenda, algo que sería
un hito en el historial de las cosas que he redactado. Quizá me hubiese ganado
un poco de renombre, quizá hubiese sido publicado en otro medio además de este
blog. Quién sabe (con seguridad yo no).
Vino a mi cabeza en uno de esos momentos de extremo ocio, en los que se
pasan incontables minutos contemplando una pared o cualquier otro objeto inanimado
sin saber por qué. Cuando la idea me golpeó como un taquito de papel ensalivado
carecía de algún medio para registrar los cimientos de su grandeza. Desprovisto
de papel, lápiz u otro dispositivo, me hallaba en el autobús mirando fijamente el
bolso floreado y sórdido de una cincuentenaria. ¿Por qué la angustia por
asentar las cosas?, me pregunté, ¿por qué no confiar en la memoria?, esa compañera que revive con nitidez los traumas de la infancia pero es incapaz de
recordar la lista del supermercado.
Cierto es que la idea y la euforia desaparecieron por unas semanas. Se
hundieron por un tiempo en un pozo conocido como olvido, pero un día, de repente, las
rescaté. Aún sentía agrado por aquel producto de mi mente, me parecía excelente,
sólo tenía que ponerme a escribir, a corregir y a reconstruir algunas de las adiciones
secundarias que la inmersión había empañado.
Como toda persona común tengo mis obligaciones; no puedo rehuir de
ellas. Entre la universidad y demás actividades poco tiempo me quedó para
sentarme a redactar, a dejar fluir aquella muestra de creatividad. Pero no me
preocupé, después de todo, esa idea viene de mí y no ha salido aún, por lo
tanto debe permanecer ahí dentro, ¿cierto? Puedo rescatarla en cualquier
momento.
Durante varias semanas (que en realidad suman meses, seré honesto) la
idea salía del pozo con cierta frecuencia, cada vez con menos energía. En una
ocasión, en la que por fin tuve el tiempo y la voluntad para pescarla, lo hice,
la agarré. Sentado frente a la computadora la tuve en mis manos, solo que ahora
carecía del brillo que alguna vez tuvo, estaba empequeñecida, borrosa, apenas
reconocible. Hice todo lo posible para reanimarla, para lograr que algo de su esplendor
se transmitiera a la hoja en blanco que tenía en frente, pero me fue imposible:
había muerto.
La examiné por una última vez, recordé el dejo de grandeza que la
acompañó y toda la emoción que me inoculó. Ahora es un simple cadáver, una
palabra o una frase que con dificultad tiene sentido. Apenas puedo recordarla,
sé que es inútil, que no capturará ni un ápice de lo que pudo ser, pero igual
lo haré. Creo que va de la siguiente manera: “Este texto iba a ser genial…”