29.9.12

Este texto

Este texto iba a ser genial. En el momento en que lo concebí me pareció una idea estupenda, algo que sería un hito en el historial de las cosas que he redactado. Quizá me hubiese ganado un poco de renombre, quizá hubiese sido publicado en otro medio además de este blog. Quién sabe (con seguridad yo no). 

Vino a mi cabeza en uno de esos momentos de extremo ocio, en los que se pasan incontables minutos contemplando una pared o cualquier otro objeto inanimado sin saber por qué. Cuando la idea me golpeó como un taquito de papel ensalivado carecía de algún medio para registrar los cimientos de su grandeza. Desprovisto de papel, lápiz u otro dispositivo, me hallaba en el autobús mirando fijamente el bolso floreado y sórdido de una cincuentenaria. ¿Por qué la angustia por asentar las cosas?, me pregunté, ¿por qué no confiar en la memoria?, esa compañera que revive con nitidez los traumas de la infancia pero es incapaz de recordar la lista del supermercado.

Cierto es que la idea y la euforia desaparecieron por unas semanas. Se hundieron por un tiempo en un pozo conocido como olvido, pero un día, de repente, las rescaté. Aún sentía agrado por aquel producto de mi mente, me parecía excelente, sólo tenía que ponerme a escribir, a corregir y a reconstruir algunas de las adiciones secundarias que la inmersión había empañado.

Como toda persona común tengo mis obligaciones; no puedo rehuir de ellas. Entre la universidad y demás actividades poco tiempo me quedó para sentarme a redactar, a dejar fluir aquella muestra de creatividad. Pero no me preocupé, después de todo, esa idea viene de mí y no ha salido aún, por lo tanto debe permanecer ahí dentro, ¿cierto? Puedo rescatarla en cualquier momento.

Durante varias semanas (que en realidad suman meses, seré honesto) la idea salía del pozo con cierta frecuencia, cada vez con menos energía. En una ocasión, en la que por fin tuve el tiempo y la voluntad para pescarla, lo hice, la agarré. Sentado frente a la computadora la tuve en mis manos, solo que ahora carecía del brillo que alguna vez tuvo, estaba empequeñecida, borrosa, apenas reconocible. Hice todo lo posible para reanimarla, para lograr que algo de su esplendor se transmitiera a la hoja en blanco que tenía en frente, pero me fue imposible: había muerto.

La examiné por una última vez, recordé el dejo de grandeza que la acompañó y toda la emoción que me inoculó. Ahora es un simple cadáver, una palabra o una frase que con dificultad tiene sentido. Apenas puedo recordarla, sé que es inútil, que no capturará ni un ápice de lo que pudo ser, pero igual lo haré. Creo que va de la siguiente manera: “Este texto iba a ser genial…”

25.9.12

A Modesto

A Modesto en realidad, ni le viene ni le va. Deambula por las calles arrastrando sus alpargatas y en cada casa se detiene a pedir plata. Aunque eso era antes, cuando tenía fe en la mendicidad y en la riqueza de la vecindad, ahora Modesto solo acude a los generosos de costumbre y recibe unas monedas para mermar la podredumbre.

A veces se ofrece a hacer un trabajo para hacer sentir que no le dieron esos cobres en vano, pero la verdad es que a Modesto todo le sale mal. Apenas distingue un geranio de un girasol e igual le pasa el machete a los dos. Los ojos se le encogieron a este señor y hasta oscuro le parece el sol. La gente prefiere “matarlo” (antes de que él mate sus jardines) con un pan duro o un arroz y mandarlo a su casa con la bendición.

Nadie sabe dónde vive Modesto, aunque todos suponen que en un rancho; solo, con su hijo o con su hermano. Modesto no sabe leer ni escribir pero distingue con destreza un billete de “2” de uno de “5 mil”. Él no sabe nada de la reconversión por eso aún utiliza la vieja denominación, e incluso si se la dijeran igual no la usaría; Modesto tiene cosas más importantes que hacer que nombrar las cosas bien.

Modesto ha sido adeco y copeyano al mismo tiempo, chavista y opositor y testigo de Jehová y ateo, se ha puesto lo que se tenía que poner y ha repetido lo que tenía que repetir para tener su bocado e irse a dormir. Modesto está prácticamente solo, ni la dignidad lo acompaña en esta vida.

Él ya está viejo, las arrugas y los achaques minan su cuerpo. Las apuestas son, que ni siquiera tiene donde caerse muerto. ¿Pensará Modesto en la muerte? ¿Querrá que lo entierren y le recen como a un buen cristiano? ¿Creerá Modesto en Dios?

A Modesto lo inmortalizo en este texto, pero a su sombrero le rindo un mejor tributo: pues tiene más temple que aquel errabundo. Una gran tarea debe ser andar con tanta desventura junta, balancearse levemente de un lado a otro mientras un cerebro turbio elabora el próximo ruego: “¡Eh! ¿Tiene algo que me dé, señor?”