Hace unas semanas vi el documental presentado
por Ross Kemp, Extreme World Venezuela, en el que entrevistan al pran de una
cárcel. El líder del retén, en un momento, confiesa que no sabría qué hacer si fuese
liberado, pero que no se preocupa porque está seguro de que Dios le tiene algo
preparado. “¡Qué dicha!”, pensé, cuánta tranquilidad debe procurar vivir así: con la seguridad de que un ser supremo tiene una plan especial para todos y cada uno de nosotros y
que cualquier fracaso o éxito es sólo una fase de la operación.
Los no creyentes de mi círculo a menudo comentan
que la existencia de los que creen en esa planificación divina debe ser más
llevadera, puesto que no tienen la obligación de encontrar y justificar por sí
solos su propósito en la vida; no sienten que los aciertos y errores dependen completamente de ellos, ni sienten con crudeza la solitud que acompaña desde el
nacimiento hasta la tumba y hace eco ante el azar. Sin embargo, no hay forma de
determinar si la vida de otro es más fácil que la propia, solo se pueden
realizar apreciaciones, que, a su vez, el mismo juzgado probablemente emite sobre
alguien más, y así...
Yann Martell, autor de Life of Pi, alteró las apreciaciones que tenía sobre este tema. Él dice que tener
fe es como ponerse al sol: es inevitable que una sombra se desprenda de
nosotros mismos, y esa sombra es la duda. Esta nos es inherente, por lo tanto, mientras
alguien se exponga al sol será capaz de dudar porque el acto es una reacción
inevitable producto del choque entre raciocinio y fe. Desde este punto de
vista, no pienso que la vida de un creyente sea más fácil que la de un ateo.
Los teístas, mientras creen, están
constantemente expuestos a la duda. Esto no significa que un cristiano se levanta
todos los días y cuestiona sus creencias, sino que el riesgo de que lo
haga existirá mientras tenga fe en un dios. A mi juicio, esa posibilidad se hace
realidad repetidas veces. Cuando en el balance hay más errores que aciertos, cuando
el plan de la deidad se ve distante y confuso, cuando no se sabe si obrar para acercarse al plan o dejar que él se aproxime... el creyente es propenso a dudar.
Es un acto, además, necesario para él y para el fortalecimiento de su religión.
Dado que, así como el ateísmo deviene en tal por causa de un cuestionamiento,
la fe se ve robustecida cuando logra eludirlo satisfactoriamente.
Así que no pienso que un creyente tenga una vida más llevadera por creer en la existencia de un plan diseñado por un ente superior,
con frecuencia
debe justificarlo y sobrellevar la duda para no caer en la desorientación o perder la fe.
Opino que, en cuanto a este tema se refiere, los modos de vida teístas y ateístas tienen ventajas y desventajas. El primero puede adherirse a la idea de que existe una planificación divina para mermar la inquietud que provoca la ausencia de propósito, pero constantemente será acechado por la duda que intentará deshilar su credo. El segundo forcejeará más para elaborar una misión, pero una vez "lista", encarará menos obstáculos que pongan en peligro todo su trabajo. Con esto no digo que el ateo no dude, por supuesto que lo hace, como todos, pero es menos probable que un cuestionamiento socave todo lo que cree. La duda es algo que ambos lados tienen en común, tanto, como la lucha por deshacerse de la orfandad existencial del nacimiento, esa sensación de velero a la deriva que apenas puede ser reducida a una mínima expresión.
Opino que, en cuanto a este tema se refiere, los modos de vida teístas y ateístas tienen ventajas y desventajas. El primero puede adherirse a la idea de que existe una planificación divina para mermar la inquietud que provoca la ausencia de propósito, pero constantemente será acechado por la duda que intentará deshilar su credo. El segundo forcejeará más para elaborar una misión, pero una vez "lista", encarará menos obstáculos que pongan en peligro todo su trabajo. Con esto no digo que el ateo no dude, por supuesto que lo hace, como todos, pero es menos probable que un cuestionamiento socave todo lo que cree. La duda es algo que ambos lados tienen en común, tanto, como la lucha por deshacerse de la orfandad existencial del nacimiento, esa sensación de velero a la deriva que apenas puede ser reducida a una mínima expresión.