30.8.13

Ser joven y circular libremente por el país: otra fantasía venezolana

"Este asiento tiene una mancha de Big Cola, vamos a tener que esperar a Tránsito"
                                                            Imagen de Tal Cual

Cuando cumplí dieciocho años creí que el tormento para viajar por el territorio nacional había acabado. Al ser menor de edad y vivir a seis horas de mis padres, tenía que pasar por todo un trámite engorroso cada vez que deseaba visitarlos, hasta que un día resolví escanear mi cédula, abrirla en Paint, borrar el último dígito de mi fecha de nacimiento y escribir otro. Como siempre, la burocracia en Venezuela obliga a la gente a irse por los caminos de la ilegalidad.

No obstante, hace unos días, en mi primer viaje playita-culito-rumbita a Choroní, me encontré con un elemento que me hizo cambiar de opinión, que me hizo pensar que no basta con ser mayor de edad para viajar sin problemas por el país (sin contar las vías y sistemas de transporte paupérrimos): la matraca.

Había escuchado historias de mis conocidos, sabía que era común, pero no tan común como para que me ocurriera en mi primer viaje, un claro indicador de que en estos casos la excepción es la no-matraca.

Viajábamos en el carro del amigo de un amigo. En una alcabala un policía nos pidió que nos detuviéramos, lo hicimos. Luego de mostrarle hasta las facturas del Farmatodo, nos indicó que nos hacía falta el título de propiedad del auto. Tras quejarnos brevemente decidimos examinar detenidamente el carné de circulación que él nos señalaba como prueba, literalmente, decía lo siguiente: “Para trámites que se realicen fuera del territorio nacional es necesario el título de propiedad del vehículo”, ah, es que habíamos entrado en la República Popular y Playera de Choroní sin darnos cuenta.

No sé cuántas veces le explicamos al oficial que aquello que nos solicitaba no era necesario, que el lugar al cual nos dirigíamos era parte de Venezuela y que Venezuela era el territorio nacional. No había manera, estaba atrapado en un ciclo inquebrantable que constaba de dos frases: “Lean lo que dice allí”, “Bueno, sí, ustedes tienen razón. ¡Devuélvanse pues!”.

Al final, todo se redujo a una lógica no dicha: ustedes están en lo correcto, pero el que tiene una pistola aquí soy yo, y quiero plata. ¿A qué se les parece eso? Exacto, al mismo razonamiento bajo el cual opera un malandro, del cual se supone que el policía debería protegernos. Este país y sus ironías y sus playas.

Una de las cosas que más me molestó del acontecimiento fue la manera tan dramática y lenta en la que el tipo nos pidió dinero. Estuvo como 20 minutos negándose a “negociar” antes de decirnos que él “no se iba a ensuciar las manos”, lo cual nos dio a entender que era otro policía el que recibía los billetes (que seguramente al final se repartían). Posteriormente, nos subimos al carro, dejamos la alcabala atrás y pasamos una hora descargando nuestra impotencia a través de chistes, hipérboles, críticas y comentarios en general. Es lo que le queda al venezolano después de sufrir una injusticia.

Aún pienso en la manera en la que un ciudadano podría combatir esto (porque el gobierno ni de vaina; demasiados magnicidios de por medio). Hay quienes aseguran que se debe pagar la multa en vez de acudir al soborno, pero en nuestro caso no hubo ninguna multa porque no hubo ninguna infracción. Éramos solo un grupo pagando las consecuencias de ser jóvenes y tener las posibilidades de viajar en el país. ¿Cómo luchas, con la razón de tu parte, contra la excesiva y desbordante irracionalidad de un individuo de dudosa moral?


5.8.13

El miedo a hispanizar




Una profesora de Castellano de la universidad decía que, cuando no supiéramos cómo se pronunciaba una palabra que estaba en otro idioma, la hispanizáramos. Aseguraba que era mejor expresar algo en correcto español que aventurarse con una lengua desconocida, y que no debíamos sentir vergüenza por eso. Yo concuerdo con ella, sin embargo, la realidad se distancia de este ideal. En Venezuela, enunciar un anglicismo como si estuviese en castellano te convierte en bruto, niche, marginal, fuchialejatedemí y en un blanco para las burlas. Es la máxima ofensa que se le puede procurar a la gente que no admite otra voz para los nombres foráneos que la original. 
 
La satanización del acto ha llevado a las personas al punto de preferir arriesgarse a decir  un vocablo en su lengua original (así no sepan cuál es) a hacerlo en español. O sea, para muchos es menos embarazoso decir “naik” (para referirse a la marca Nike, cuya debida pronunciación es “náiki”) a decir simplemente “nike”.  Como consecuencia, tenemos individuos que prácticamente se silencian cuando deben leer un extranjerismo y que sienten una momentánea pena por no conocer otros idiomas. Esto no debería ser así.

Si nos quitamos los lentes (de pasta, muchos) que hacen parecer la hispanización como algo extraño y feo, veremos que más allá de eso es muy natural. En un entorno libre de hostilidades, un orador monolingüe que se encuentra con una palabra ajena a su lengua resolverá el problema haciendo uso del único idioma que conoce para pronunciarla; es la maniobra más sencilla que tiene a su alcance y eso no está nada mal. Los gringos lo hacen todo el tiempo con los vocablos del español y nadie les dice nada, más bien, hasta lo ven cuchi y jocoso. Lo mismo pasa con los españoles, hispanizan cualquier cosa y no los llaman niches. ¿Por qué aquí tiene que ser motivo de vergüenza?

Yo prefiero que alguien pronuncie una palabra correctamente en español, a que lo haga en ningún idioma. Para mí, un buen hablante es aquel que pronuncia adecuadamente una palabra, ya sea en su voz original o valiéndose del recurso de la hispanización. Por el contrario, un mal hablante es aquel que comete errores al enunciar expresiones en su afán de complacer los estándares de algunos políglotos.  

Pienso que esto de la hispanización debería extenderse a los comunicadores. Hace una semanas una amiga me preguntaba si creía que los periodistas deberían hablar inglés para poder trabajar, le dije que no, que a pesar de que es una gran herramienta, nuestro español debería bastar para laborar en medios de comunicación, y que un profesional de esta área no debería sentir miedo de hispanizar ni verlo como una deshonra o una mancha para su imagen. 

Para concluir, debo decir que con este texto no pretendo que el acto de hispanizar llegue a ser el predominante, sino que se vuelva tan válido como enunciar algo en su idioma original, es decir, que se torne igual de aceptable decir “guaifái” (para referirse a Wi-Fi) que “güífi”. Opino que es hora de dejar el miedo a la práctica, debemos normalizarla y permitir que aquellos que no dominan otras lenguas más allá de las que heredaron al nacer puedan incorporar, sin temores, vocablos foráneos a su léxico. Así que, la próxima vez que se encuentre con una expresión inmigrante y desconozca su pronunciación original, hispanice. Recuerde: es mejor decirlo bien en un idioma que decirlo mal en todos.