22.12.12

Final de temporada: el testigo, la cola invisible y la gastritis (parte 4)


Más tarde apareció una muchacha que no quería entintarse porque recién se había pegado unas uñas acrílicas, eran tan largas que si se hubiese metido el dedo en la nariz probablemente se habría perforado el cerebro. No sé cómo lo logró el miembro B.

El miembro A abandonó su puesto para tomar un break, el cual fue tan prolongado que empezó a preocuparme. En su lugar había dejado al testigo del PSUV. Me entraron nervios. Pensé en una posible trampa... hasta que evidencié que el tipo no tenía ni puta idea de cómo usar el cuaderno de votación. Tuve que explicarle.

Al rato regresó el miembro A, comenzó a dar círculos por el salón y a conversar con los escasos votantes en cola; en otras palabras, no regresaba a su puesto. Al principio, intenté convencerlo por la vía ingenua:

‒Oiga, debería volver. El testigo está teniendo problemas para ubicar a los electores.

‒ ¡Nop! Todo fino por aquí ‒gritó la masa enorme que se comprimía y arrugaba en un diminuto pupitre.
El coño. Tenía que quitar a esa mole de ahí. Que trabajara momentáneamente mientras el miembro tomaba un descanso: bien, que lo sustituyera por más tiempo: no. Esperé 10 minutos, balbuceé, pero pude expresarme:

‒Mire, no quiero sonar rudo, pero el testigo no debería estar ahí. No le corresponde manipular ese cuaderno. Sería muy recomendable que volviera a su puesto.

Lo hizo. ¡Victoria popular personal!

A las 5 pm ya todos estaban agotados y deseando que no se mostrara más gente para poder cerrar el centro a las 6, incluso yo. El trabajo de testigo es agotador, solo puede ser llevadero para los fanáticos y para aquellos con una tendencia política claramente marcada.

Como a los 15 minutos entró el testigo 3 haciendo un escándalo porque supuestamente no habían dejado votar a alguien en una mesa porque había llevado un pasaporte en vez de una cédula. ¡Pero un escándalo! Ni siquiera podía explicarle cómo sufragar a dos personas que acababan de llegar.

‒Miren, el pasaporte es… es… ¡UN DOCUMENTO DE IDENTIDAD! A ESA PERSONA TIENEN QUE DEJARLA VOTAR. YO ESTUDIÉ DIEZ AÑOS DE DERECHO EN LA UCV, A MÍ NO SE ME OLVIDA LO QUE APRENDÍ ‒gritó el testigo.

Repitió parte de su resumen curricular, hacía énfasis en el tiempo que le tomó graduarse como si hubiese sido una hazaña. “¿En serio?, ¿te enorgullece haber cursado una carrera en el doble del lapso establecido?”, pensé. Creo que en ese momento todos comenzaron a delirar porque al poco rato el testigo 1 se acercó con un proyecto bastante democrático y comprensivo.

‒Cuánta abstención. Debería haber una ley que cuando uno vaya a pedir un préstamo, un crédito o algo, no se lo den si no ha votado en las últimas elecciones ‒comentó.

‒Eso no sería justo. La gente también tiene derecho a no elegir ‒respondí.

‒ Sí, sí. Pero igual, que la gente que vaya a pedir algo no se lo den si no ha votado.

‒No…

En ese instante entró un miembro del Plan República al salón. No le había prestado atención a los militares hasta ese entonces. El hombre empezó a hablar de las votantes más “ricas” que había visto en el día:

‒Hubo una que llegó como a las 3. Mi helmano, la bicha tenía ese culo PRENSAO ‒comentó casi babeando.

‒Verga, pasó una ahorita, won... como me gustan a mí: con todo en su lugar. Sus teticas y su culito bien paraditos ‒exclamó el testigo 3.

‒No, marico, y la turca que vino con la mamá… esa lo que estaba era EXPLOTADA, ¿oyó? ‒agregó el operador de máquina.

Aproveché la conversación para contar los contactos que tenía en el celular.

Finalmente cerramos el centro. El operador se dirigió a la máquina, insertó una llavecita y empezó a imprimir las actas con los resultados. En mi mesa ganó el Gato con 143 votos, le seguía Yelitza con 118 y Soraya con 7 (pobre).

Al presidente le encargaron buscar el cable de red para empezar a transmitir los resultados. También, debía presenciar el sorteo de las mesas que serían sometidas a Verificación Ciudadana. En vez de eso, se quedó ahí y se dedicó a hacer chistes con los nombres de cada miembro mientras el operador los registraba en la máquina:

‒Ronald…

‒ ¿Reagan? Ja, ja, ja

‒Carlos…

‒ ¿Andrés Pérez? Ja, ja, ja, ja.

‒Ernesto…

‒ ¿Ché Guevara? Ja, ja

Así se trabaja por la patria.

‒Coño tengo hambre ‒murmuró.

“Siempre con hambre. Una representación del hombre nuevo del siglo XXI”, pensé. Antes de continuar evadiendo sus responsabilidades, el presidente se acercó a su bolso, lo abrió y de él sacó una franela roja.

‒¡Miren! Pa’ los que querían saber cuál era mi tendencia.

En el frente se leía: “Pa’ lante comandante”. Sin el vocativo, por supuesto. Qué sorpresa, casi me desmayo, no se me había ocurrido. Mucho menos cuando le dijo al testigo 3: “No, chamo, es que yo amo demasiado a mi patria”.

Llegó el cable. Comenzó la transmisión de los datos. Era el momento de recopilar todas las actas y archivarlas en los sobres correspondientes. Cada uno tenía una etiqueta del CNE y especificaba qué documento iba dentro. Era responsabilidad del presidente y el secretario hacer todo eso, no obstante, el primero probó su ineficacia una vez más: “Yo no entiendo esta verga. Ayúdenme ahí”, exclamó ante una tarea que requería lectura y organización, cosas que él no estaba dispuesto a dar. El operador de máquina terminó haciendo todo.

Recogimos. Al fin. Todos podíamos irnos. Cuando me disponía a cruzar la puerta y exclamar “libertad”, llegó el miembro B.

‒Les tengo malas noticias ‒dijo‒: nos toca Verificación Ciudadana.

La expresión que todos hicimos puede resumirse en esta frase: “¡Qué ladilla! Esto nunca termina”. Volvimos a la mesa obstinados. De los testigos, solo quedaba yo. El primero había desaparecido tiempo atrás, y ahora el tercero exclamaba: “Yo soy testigo, a mí no me toca esta vaina. Chao”. Supongo que no le enseñaron en Derecho que su deber es vigilar TODO el proceso de votación. Por otro lado, el miembro A empezó a quejarse de los conteos manuales.

‒ ¿Para qué uno hace esto? Es estúpido. Ya uno sabe que el sistema funciona y que los votos que están ahí son los que son.

‒Hay que demostrarle a los que no fueron miembros de mesa que el sistema es transparente. Ellos tienen derecho a auditar ‒contesté.

‒ ¡Pero es que eso ya se sabe! Aquí están testigo de los partidos, y los partidos están con la gente. No hay nadie allá afuera, ¿para qué hacer el conteo?

‒Pero no todos los ciudadanos están afiliados a un partido. Incluso ese grupo debería tener la oportunidad de verificar si su sistema electoral es efectivo. Yo entiendo que en nuestro caso sea un poco inútil hacer el conteo manual…

‒ ¡Exacto! ¡Entonces deberían eliminar la Verificación Ciudadana, y punto!

‒No…

Procedimos a realizar la Verificación. El Presidente empezó a contar los votos como si fuesen billetes en un banco. Por los pranes de Tocuyito, ¿se puede ser más inútil?

‒Epa, eso no es así. Debes contarlos uno por uno y enunciar en voz alta para quién va el voto ‒le dije.

Ningún ciudadano asistió a nuestra auditoría; la escena me recordaba a mis fiestas de cumpleaños. Anoté la suma en una libreta barata, comprobé que los números del conteo cuadraban con las actas y recogí mis cosas. En la puerta el miembro B intentó decirme (gritarme, en realidad) algo, pero no le entendí. “Tal vez si tragaras el trozo de pan que tienes en la boca y que le andas enseñando a todo el mundo, podría escucharte”, pensé. Salí de la escuela. Lo que quedaba era registrar los datos de la verificación, que igual ya habían sido transmitidos. Estaba exhausto. Me puse a esperar a mi papá.

Había chavistas lanzando cohetes en los alrededores. Probablemente Yelitza había ganado (y ganó, lamentablemente). Regresé a mi casa sin pensar demasiado. Era lo mejor, para no hacerse grandes expectativas. Sin embargo, al llegar fue inevitable escuchar a mi mamá citar a Alberto Ravell y a Nelson Bocaranda diciendo que habíamos ganado 27 de las 23 gobernaciones. Me senté frente al TV a esperar a que saliera Tibi mientras comía. La sed y el hambre eran colosales. Lo improvisado del día me impidió preparar formas de estar hidratado y alimentado durante largos ratos. Dieron los resultados: 3 gobernaciones. Me pelé, por una. Finalmente, me fui a dormir. Hice una reconstrucción de todo el día que había tenido y tuve la certeza de que el problema más grave no eran esos resultados.

21.12.12

El testigo, la cola invisible y la gastritis (parte 3)


Voté. El centro estaba tan vacío que no pude usar mi credencial para que me concedieran prioridad en la cola porque, bueno, no había cola. Tenía muchísimas ganas de enseñar el sobre como un golden pass y avanzar primero que un montón de gente para sentirme importante y compensar mi baja autoestima; pero no pude hacerlo.

Comí. Aproveché el resto de mi tiempo para leer sobre las funciones de un testigo y de los miembros. Resultó que el presidente era quien debía explicarle cómo votar al electorado, no yo. Qué manera de evadir sus responsabilidades.

Regresé. Esta vez había más personas (como tres cada 5 minutos). El presidente de la mesa comía un pote de arroz chino en una esquina. El miembro B, al poco rato, fue a votar y a almozar, así que quedé yo en la función de entintar dedos. Debo confesar que tuve una ligera erección cuando realicé esta tarea, tocarle la mano a la gente me excita. No. Es sumamente aburrido. Sin embargo, no todo puede ser tan malo: tuve la oportunidad de mancharle el meñique a un mendigo analfabeta que olía a zoológico con bajo presupuesto.

En un momento, la mesa estuvo desierta, los votantes, al parecer, se habían acabado. Aproveché el tiempo de ocio para redescubrir mi entorno.

Estaba en un aula de cuarto grado. Había tarjetas de navidad pegadas en la pared. Durante mi exploración visual capturó mi atención una cartelera en particular: la del PPA, ¿lo recuerdan? El Proyecto Pedagógico de Aula. Una estrategia que buscaba vincular los conocimientos aprendidos en la escuela con temas globales y de actualidad, en su mayoría, impuestos por la profesora. Comúnmente salían propuestas de este estilo: “Bien, niños, ahora veamos la relación entre el mínimo común múltiplo y la conservación del ambiente”. En fin, la razón por la cual me atrajo fue por el nombre que llevaba: “Conociendo a Jesús aprendemos a valorar la vida”. En una escuela pública. Luis Beltrán Prieto Figueroa resucita para pegarse un tiro. Décadas de lucha por educación universal, gratuita y laica echadas por la borda por un(a) docente, posiblemente evangélico(a) y solteron(a). El proyecto, a simple vista, consistía en elaborar afiches con los valores indispensables para una persona. La mayoría tenía un grupo de ellos en letras y formas similares, sin embargo, en todos resaltaba uno de manera peculiar: “La Fé”, sí, con el acento y todo. ¿En serio, profesor(a), el valor imprescindible para la vida en sociedad es ese? Carecer de fe no te convierte en un potencial perjuicio para el otro, como sí lo hace la ausencia de los demás valores. Debí dudar de sus capacidades cuando vi los otros “proyectos” (cartas al Niño Jesús) con evidentes errores ortográficos (y señales de dislexia) que usted no se molestó en corregir. Luego observé el respectivo cuadro de Simón Bolívar que adorna todas las aulas y el Himno Nacional. Me convencí de que nuestra educación está basada en ídolos: El Libertador, Cristo, el Ché, el socialismo, el imperio de las tres Marías… Formación para creer. Después de eso, fui al baño. El lugar parecía una clínica de abortos clandestinos. Oriné y ni siquiera intenté lavarme las manos: la falta de suministro de agua constante era más que evidente.


Al rato llegaron más votantes. Volvió también el “entintador” de dedos. Más explicaciones, más asesorías, más salidas del presidente a buscar comida (les juro que eso era todo lo que hacía).

Apareció una señora que fue la máxima representante del cliché electoral: “Ay, dejé los lentes”. No veía absolutamente nada. Regresó el presidente. Al observar la situación, se aventuró en una empresa titánica:

‒Vamos a buscarle unos lentes a la señora ‒dijo.

‒ ¿Qué? Pero… Cada par de lentes tiene una fórmula distinta no creo que le vaya a servir alguno ‒repliqué.

‒No, no. Vamos a conseguirle unos para que pueda votar. Miembro B, préstame ahí los tuyos.

Jesús, María, José y Arturo Uslar Pietri. Es de sentido común:

‒Que no le van a quedar...

‒Aquí están, lea, a ver.

No le funcionaron. La mujer tuvo que votar asistida.

Como a las 4 pm apareció una muchacha cubriéndose el rostro. Después de depositar la papeleta en la caja explicó que no podía meter el dedo en la tinta porque le daba alergia. El operador de la máquina no quería dejarla ir.

‒Es obligatorio. Tiene que hacerlo. Además, es la primera vez que oigo una situación como esta. La tinta no puede provocar una reacción de ese tipo ‒dijo.

‒Ah, pues, ¿¡tú no entiendes que esa broma me da alergia!? La cara se me hincha toíta y me sale un sarpullío en el brazo ‒contestó la mujer.

El testigo 1 exclamaba que le permitieran ir porque, según él, la tinta se quitaba con agua y jabón en un santiamén. Ante este comentario, el operador se llevó la mano a la cara en señal de decepción. El testigo 3 y el presidente abogaban porque se levantara un acta nada más. Esa era la salida ideal. Le correspondía al secretario la redacción del documento. Desde mi posición, al hombre le corría un hilo de saliva y se le enterraba un ojo. Nunca escribió ningún reporte.

19.12.12

El testigo, la cola invisible y la gastritis (parte 2)


Empecé a trabajar a las 8 am. Las dos primeras horas se caracterizaron por estar prácticamente libre de electores. Apenas llegaban una o dos personas: votaban, se iban, pasaban 10 minutos, y aparecía otra. En un momento el presidente de la mesa se acercó demasiado a la máquina de votación y el testigo lo regañó, le dijo que no podía hacer eso y que no debería aproximarse si alguien no le pide asistencia. Hasta ahí hubo un buen reclamo. Luego, se extralimitó. “Tú, de la tendencia que seas, no deberías estar ahí. ¡Aquí hay un proceso que resguardar, señores! Yo no puedo permitir que hagas eso, porque, tú, de la tendencia que seas, no puede estar ahí. Respeto, señores, respeto. Aquí hay unas reglas que cumplir y que respetar. No puede ser que se hagan ese tipo de cosas. Hay que dar el ejemplo”. Suficiente, dirigente de Primero Justicia, creo que el tipo entendió. A todas estas, el presidente solo alcanzó a decir: “Ya vas a saber de qué tendencia soy yo”. El operador de máquina interrumpió para traer su “buena vibra” y hacer que todos se calmaran.

A las 10 de la mañana apareció un octavo miembro, el más gordo de todos. “¿Quién es usted?”, le preguntó el secretario. “Yo soy testigo”, respondió el desconocido. “Del PSUV”, agregó. Tras esa escena, hizo comentarios para hacer ver que era socialmente aceptable llegar a esa hora: “La gente empieza a venir a las 10. A las 10 es que empieza a aparecer la gente. Yo he trabajado aquí antes y, mira: es así”. Ajá, por supuesto, yo también.

La regla más violada del día fue la que estipula que, para ser acompañante, hay que estar debidamente registrado como tal, y, además, sólo se puede desempeñar el rol una vez. Muchos electores pedían auxilio justo en frente de la máquina, cuando le quedaban dos minutos para votar. En ese contexto, era imposible correr al punto de información y anotarse, o buscar a alguien afuera que no hubiese asistido ya. La cantidad de personas que desconocía los pasos para sufragar era impresionante. El perfil de estos individuos era el siguiente: llegaban a la mesa, alguien les preguntaba:

¿Señor(a), sabe votar?

Sí, sí, m’hijo. Gracias.

Observaban el tarjetón lentamente, y en frente de la máquina de votación se quedaban en blanco como por 3 minutos, hasta que el aparato hacía un pitido que indicaba que quedaba la mitad del tiempo establecido para votar. Entonces, los nervios aparecían:

‒ ¡Mijo!, ayúdame aquí, ven decían, por lo general.

Al menos uno de cada tres votantes no tenía idea de cómo era el proceso. El presidente, en un principio, se dedicó a explicarles haciendo uso del tarjetón. Luego, como buen líder, le delegó su tarea a otro, o sea, a mí, mientras él buscaba comida y hacía llamadas telefónicas. Lo más racional, me parecía, era explicar todos los universos posibles. Eso fue lo que hice las primeras veces:

 Usted debe emitir cuatro votos: uno para gobernador, uno lista, uno para el Consejo Legislativo y otro para el representante indígena. Hay dos formas de votar: entubar o cruzar el voto. Para entubar, debe marcar la opción que dice ‘seleccionar todo’ ¿la ve? Está en una franja gris. De esa forma hace tres de los cuatro votos. Sólo le faltaría el indígena. Si usted quiere cruzar el voto, seleccione entonces las opciones de su preferencia para cada cargo, no tienen que ser de un mismo partido. Luego vote por el indígena. Si deja espacios en blanco, le saldrá un recuadro en el que aparecerán dos alternativas: ‘completar selección’ y ‘votar’, si desea emitir el voto dejando esos espacios en blanco entonces presione el ‘votar’ que está en el recuadro azul, en el blanco no, porque no emite nada.

Desastre. La respuesta promedio a este mensaje fue: “¿Ah? No, mijo. No entiendo. Más despacio, házmelo más fácil”, o también: “Ya, ya entendí”, dos minutos después pedían asistencia frente a la máquina de votación. En vista de este panorama, decidí simplificar todo, así estuviera dejando situaciones de lado. Era lo más pedagógico. La nueva explicación iba así:

Usted tiene que hacer cuatro votos: tres arriba y uno abajo. Ubique el partido de su preferencia y le da a la opción que dice ‘seleccionar todo’, así hace tres de los cuatro votos, le quedaría el indígena que está abajo”.

Este era mi material de apoyo

Con eso satisfacía al 70% de los electores confundidos. Aunque siempre había uno que otro que preguntaba:

¿Y si no quiero votar por el indígena?

¡Entonces es usted un maldito racista! ¡No a la discriminación de los aborígenes! ¡Viva Atahualpa y los pueblos unidos del Perú! ‒pensaba. Pero en realidad les explicaba que dejarían espacios en blanco y que aparecería un recuadro blanco en el que… y así.

Luego de unas cuantas lecciones, el tercer testigo me dijo:

 ¡Epa, epa, epa! Mira, yo te he visto como has estado procediendo y no me gusta eso para nada. Estás ahí señalando opciones y eso no es así, papá. No señales.

Pero si les estoy mostrando dónde está el botón ‘seleccionar todo’ y los candidatos indígenas ‒le respondí.

No, no, a mí no me estés señalando el tarjetón porque te he visto, he visto lo que has estado haciendo, dónde has estado marcando, y yo no quiero problemas.

En ese momento se acercó el presidente incompetente:

Sí, vale, es mejor que no señales.

La primera reacción que me vino a la mente fue decir: “¡Entonces vengan ustedes a explicar su vaina! Por lo menos la gente me entiende”, pero luego reflexioné: “¿De verdad quiero que gente tan boba esté enseñándole a las personas cómo votar, y entorpeciendo, probablemente, el proceso?”, me dije. “No”. Asentí al reclamo de mis interlocutores y continué con lo que estaba haciendo.

A eso de las 11:30 am el borrachín que me ubicó en la mesa me trajo un pan para almorzar. Le agradecí y lo dejé sobre un pupitre. Al rato me percaté de que ese sándwich no me iba a llenar y de que aún no había votado. Pensé que sería idóneo tomar dos horas para almorzar bien y “ejercer mi derecho al sufragio”, como diría Tibi. Mientras hablaba con el primer testigo para pactar unas pausas de tal manera que la mesa no quedara sola, entró el presidente luego de un largo rato de ausencia, miró el pan y dijo:

¿De quién es este pan? Verga, no he comido nada hoy.

Mío contesté.

¿Te lo vas a comer? Mira que está ahí peligrando, compai.

No, te lo puedes quedar.

Gracias, helmano.

Ojalá te dé colitis pensé, mientras caminaba hacia mi casa.

18.12.12

El testigo, la cola invisible y la gastritis (parte 1)


No acostumbro escribir sobre las cosas que me suceden. Por lo general, las considero muy irrelevantes para articularlas en un texto y ofrecérselas a un posible lector. Sin embargo, la experiencia que tuve como testigo de mesa en un centro electoral, el 16 de diciembre, me pareció lo suficientemente interesante como para capturarla en una hoja y darle algo de orden. Publico esto como un experimento: es la primera vez en mucho tiempo que narro algo que me pasó enteramente a mí, cual quinceañera con un blog llamado “Mi mundo” o “El mundo de (inserte nombre de la autora)”. La entrada no está muy editada, pues no pretendo hacer de esto un cuento o un ensayo sobre las elecciones regionales, nada más quiero dejar registro de la vivencia y compartirla. Por lo tanto, la historia está redactada con un estilo similar al del diario, que, por cierto, fue el primer uso que tuvieron los blogs (¿y tienen?, ¿y tendrán?) En fin, no sabía cómo titular estas narraciones, pensé en ponerle Crónica de un testigo o Cien mesas de Soledad, pero luego recordé que las referencias a Gabriel García Márquez me dan gastritis. Por ello, decidí apodarlas: El testigo, la cola invisible y la gastritis. Así es, una frase que no resume el contenido de la publicación, tal y como me enseñaron en Periodismo. Sin nada más que agregar, y si todavía conservan la atención y no han cerrado la ventana, los dejo con el texto (que, por cierto, está dividido en varias partes).

El texto

El sábado me fui a dormir pensando que no iba a ser testigo de mesa. Ni siquiera me habían entregado el credencial. Así que, esa noche, apenas leí unas cuantas páginas para conocer cuáles podrían ser mis funciones, y luego, tras aceptar finalmente el hecho de que no iba a hacer nada, me acosté. Es que, ¿cuándo me iban a entregar el bendito credencial?,  ¿al día siguiente?, ¿a las seis? Pues, sí. “Ricardo, te trajeron el credencial”, fueron las primeras palabras que escuché el domingo a las 6 am, con un ojo semiabierto. En ese momento, viajé en el tiempo para abofetearme el día en que dije: “Sí, mamá. Si necesitan gente, yo los puedo ayudar”.

¿Qué se supone que hace un testigo de mesa? Todo lo que había leído el día anterior lo había olvidado. Deseé haber tenido entre mis manos un libro que dijera: “Cómo formar un testigo en 5 minutos”, “Ser testigo for dummies”, o algo por el estilo. Pero en fin, la patria estaba en juego. Me levanté y decidí vestirme con colores serios para intimidar y fingir un incuestionable conocimiento de mis responsabilidades y del proceso electoral.

Cuando llegué al centro de votación, me recibió un señor que apestaba a alcohol. Me ubicó en la mesa número seis (aunque mi credencial decía cuatro) y me dijo que iba a estar ahí con otro testigo. Cuando me dirigí a firmar la planilla de registro, vi que ambos éramos del mismo partido (UNT, lamentable, lo sé). Recordé este extracto del documento que había recibido en la mañana: “No se permitirá, en un mismo acto electoral, más de un testigo por alianza”. Igual me anoté. Estar ahí debía ser mejor que votar e ir a mi casa a ver Globovisión y leer rumores por Twitter. Que me hubiesen permitido quedarme es prueba de lo mucho que conocía, cada miembro, las normas en general.

Estaba en un salón pintado con ese verde nauseabundo con el que recubren las paredes de escuelas públicas, había unos cuantos pupitres grafiteados y unas carteleras alrededor del aula que describiré más tarde. Dentro, había cinco hombres además de los dos testigos: uno que manejaba un aparato para introducir los datos de los electores, otro que presionaba un botón para activar la máquina de votación, uno que registraba a las personas en el cuaderno y los hacía firmar, otro que les entintaba el dedo y un último que tenía una libreta y ponía orden en la “cola”. Luego descubrí que el primero era el operador de máquina; el segundo, el presidente de la mesa; el tercero, el miembro A; el cuarto, el miembro B; y el quinto, el secretario. Nunca me aprendí sus nombres.

El operador de la máquina era un chamo de unos 26 años. Vestía unas Crocs y una camisa Columbia. Su actitud me hacía pensar que de no haber tenido que trabajar ese día, se habría ido a la playa. El presidente de la mesa era como una mezcla entre un colector de autobús y un obrero, con esencia de VTV. El miembro A era un señor que se aprendía el nombre de todos los votantes. El miembro B era el más joven de los integrantes de la mesa, tenía ortodoncia, y era incapaz de no gritar. El secretario era ese tipo de gente que uno cree que se ha ausentado por largo tiempo, pero en realidad siempre ha estado allí. Por último, el otro testigo era un gordo con camisa amarilla que creía que el hecho de haber participado en otras elecciones desempeñando ese mismo rol le daba un Ph.D en Ciencias Políticas.