19.12.12

El testigo, la cola invisible y la gastritis (parte 2)


Empecé a trabajar a las 8 am. Las dos primeras horas se caracterizaron por estar prácticamente libre de electores. Apenas llegaban una o dos personas: votaban, se iban, pasaban 10 minutos, y aparecía otra. En un momento el presidente de la mesa se acercó demasiado a la máquina de votación y el testigo lo regañó, le dijo que no podía hacer eso y que no debería aproximarse si alguien no le pide asistencia. Hasta ahí hubo un buen reclamo. Luego, se extralimitó. “Tú, de la tendencia que seas, no deberías estar ahí. ¡Aquí hay un proceso que resguardar, señores! Yo no puedo permitir que hagas eso, porque, tú, de la tendencia que seas, no puede estar ahí. Respeto, señores, respeto. Aquí hay unas reglas que cumplir y que respetar. No puede ser que se hagan ese tipo de cosas. Hay que dar el ejemplo”. Suficiente, dirigente de Primero Justicia, creo que el tipo entendió. A todas estas, el presidente solo alcanzó a decir: “Ya vas a saber de qué tendencia soy yo”. El operador de máquina interrumpió para traer su “buena vibra” y hacer que todos se calmaran.

A las 10 de la mañana apareció un octavo miembro, el más gordo de todos. “¿Quién es usted?”, le preguntó el secretario. “Yo soy testigo”, respondió el desconocido. “Del PSUV”, agregó. Tras esa escena, hizo comentarios para hacer ver que era socialmente aceptable llegar a esa hora: “La gente empieza a venir a las 10. A las 10 es que empieza a aparecer la gente. Yo he trabajado aquí antes y, mira: es así”. Ajá, por supuesto, yo también.

La regla más violada del día fue la que estipula que, para ser acompañante, hay que estar debidamente registrado como tal, y, además, sólo se puede desempeñar el rol una vez. Muchos electores pedían auxilio justo en frente de la máquina, cuando le quedaban dos minutos para votar. En ese contexto, era imposible correr al punto de información y anotarse, o buscar a alguien afuera que no hubiese asistido ya. La cantidad de personas que desconocía los pasos para sufragar era impresionante. El perfil de estos individuos era el siguiente: llegaban a la mesa, alguien les preguntaba:

¿Señor(a), sabe votar?

Sí, sí, m’hijo. Gracias.

Observaban el tarjetón lentamente, y en frente de la máquina de votación se quedaban en blanco como por 3 minutos, hasta que el aparato hacía un pitido que indicaba que quedaba la mitad del tiempo establecido para votar. Entonces, los nervios aparecían:

‒ ¡Mijo!, ayúdame aquí, ven decían, por lo general.

Al menos uno de cada tres votantes no tenía idea de cómo era el proceso. El presidente, en un principio, se dedicó a explicarles haciendo uso del tarjetón. Luego, como buen líder, le delegó su tarea a otro, o sea, a mí, mientras él buscaba comida y hacía llamadas telefónicas. Lo más racional, me parecía, era explicar todos los universos posibles. Eso fue lo que hice las primeras veces:

 Usted debe emitir cuatro votos: uno para gobernador, uno lista, uno para el Consejo Legislativo y otro para el representante indígena. Hay dos formas de votar: entubar o cruzar el voto. Para entubar, debe marcar la opción que dice ‘seleccionar todo’ ¿la ve? Está en una franja gris. De esa forma hace tres de los cuatro votos. Sólo le faltaría el indígena. Si usted quiere cruzar el voto, seleccione entonces las opciones de su preferencia para cada cargo, no tienen que ser de un mismo partido. Luego vote por el indígena. Si deja espacios en blanco, le saldrá un recuadro en el que aparecerán dos alternativas: ‘completar selección’ y ‘votar’, si desea emitir el voto dejando esos espacios en blanco entonces presione el ‘votar’ que está en el recuadro azul, en el blanco no, porque no emite nada.

Desastre. La respuesta promedio a este mensaje fue: “¿Ah? No, mijo. No entiendo. Más despacio, házmelo más fácil”, o también: “Ya, ya entendí”, dos minutos después pedían asistencia frente a la máquina de votación. En vista de este panorama, decidí simplificar todo, así estuviera dejando situaciones de lado. Era lo más pedagógico. La nueva explicación iba así:

Usted tiene que hacer cuatro votos: tres arriba y uno abajo. Ubique el partido de su preferencia y le da a la opción que dice ‘seleccionar todo’, así hace tres de los cuatro votos, le quedaría el indígena que está abajo”.

Este era mi material de apoyo

Con eso satisfacía al 70% de los electores confundidos. Aunque siempre había uno que otro que preguntaba:

¿Y si no quiero votar por el indígena?

¡Entonces es usted un maldito racista! ¡No a la discriminación de los aborígenes! ¡Viva Atahualpa y los pueblos unidos del Perú! ‒pensaba. Pero en realidad les explicaba que dejarían espacios en blanco y que aparecería un recuadro blanco en el que… y así.

Luego de unas cuantas lecciones, el tercer testigo me dijo:

 ¡Epa, epa, epa! Mira, yo te he visto como has estado procediendo y no me gusta eso para nada. Estás ahí señalando opciones y eso no es así, papá. No señales.

Pero si les estoy mostrando dónde está el botón ‘seleccionar todo’ y los candidatos indígenas ‒le respondí.

No, no, a mí no me estés señalando el tarjetón porque te he visto, he visto lo que has estado haciendo, dónde has estado marcando, y yo no quiero problemas.

En ese momento se acercó el presidente incompetente:

Sí, vale, es mejor que no señales.

La primera reacción que me vino a la mente fue decir: “¡Entonces vengan ustedes a explicar su vaina! Por lo menos la gente me entiende”, pero luego reflexioné: “¿De verdad quiero que gente tan boba esté enseñándole a las personas cómo votar, y entorpeciendo, probablemente, el proceso?”, me dije. “No”. Asentí al reclamo de mis interlocutores y continué con lo que estaba haciendo.

A eso de las 11:30 am el borrachín que me ubicó en la mesa me trajo un pan para almorzar. Le agradecí y lo dejé sobre un pupitre. Al rato me percaté de que ese sándwich no me iba a llenar y de que aún no había votado. Pensé que sería idóneo tomar dos horas para almorzar bien y “ejercer mi derecho al sufragio”, como diría Tibi. Mientras hablaba con el primer testigo para pactar unas pausas de tal manera que la mesa no quedara sola, entró el presidente luego de un largo rato de ausencia, miró el pan y dijo:

¿De quién es este pan? Verga, no he comido nada hoy.

Mío contesté.

¿Te lo vas a comer? Mira que está ahí peligrando, compai.

No, te lo puedes quedar.

Gracias, helmano.

Ojalá te dé colitis pensé, mientras caminaba hacia mi casa.

2 comentarios:

  1. Perdona, tu centro de votación parecía un mercado, ¿en que parte de maturin fue eso? ¿y para que te molestaste en tanto protocolo?, en esos casos pareciera que es mejor ser como la real academia española, aceptar la estupidez en vez de educar a la gente, seguramente la selección natural se encargará de ellos.

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    1. Pero aceptar la estupidez conlleva consecuencias, como que el proceso se paralice todo y los miembros empiecen a gritar instrucciones simultáneamente, es un caos. Eso fue en una escuela pública que está por el centro de la "ciudad".

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