Empecé a
trabajar a las 8 am. Las dos primeras horas se caracterizaron por estar
prácticamente libre de electores. Apenas llegaban una o dos personas: votaban,
se iban, pasaban 10 minutos, y aparecía otra. En un momento el presidente de la
mesa se acercó demasiado a la máquina de votación y el testigo lo regañó, le
dijo que no podía hacer eso y que no debería aproximarse si alguien no le pide
asistencia. Hasta ahí hubo un buen reclamo. Luego, se extralimitó. “Tú, de la
tendencia que seas, no deberías estar ahí. ¡Aquí hay un proceso que resguardar,
señores! Yo no puedo permitir que hagas eso, porque, tú, de la tendencia que
seas, no puede estar ahí. Respeto, señores, respeto. Aquí hay unas reglas que
cumplir y que respetar. No puede ser que se hagan ese tipo de cosas. Hay que
dar el ejemplo”. Suficiente, dirigente de Primero Justicia, creo que el tipo
entendió. A todas estas, el presidente solo alcanzó a decir: “Ya vas a saber de
qué tendencia soy yo”. El operador de máquina interrumpió para traer su “buena
vibra” y hacer que todos se calmaran.
A las 10 de
la mañana apareció un octavo miembro, el más gordo de todos. “¿Quién es
usted?”, le preguntó el secretario. “Yo soy testigo”, respondió el desconocido.
“Del PSUV”, agregó. Tras esa escena, hizo comentarios para hacer ver que era
socialmente aceptable llegar a esa hora: “La gente empieza a venir a las 10. A
las 10 es que empieza a aparecer la gente. Yo he trabajado aquí antes y, mira:
es así”. Ajá, por supuesto, yo también.
La regla más
violada del día fue la que estipula que, para ser acompañante, hay que estar
debidamente registrado como tal, y, además, sólo se puede desempeñar el rol una
vez. Muchos electores pedían auxilio justo en frente de la máquina,
cuando le quedaban dos minutos para votar. En ese contexto, era imposible correr
al punto de información y anotarse, o buscar a alguien afuera que no hubiese
asistido ya. La cantidad de personas que desconocía los pasos para
sufragar era impresionante. El perfil de estos individuos era el siguiente:
llegaban a la mesa, alguien les preguntaba:
‒ ¿Señor(a),
sabe votar?
‒Sí, sí,
m’hijo. Gracias.
Observaban
el tarjetón lentamente, y en frente de la máquina de votación se quedaban en
blanco como por 3 minutos, hasta que el aparato hacía un pitido que indicaba
que quedaba la mitad del tiempo establecido para votar. Entonces, los nervios
aparecían:
‒ ¡Mijo!,
ayúdame aquí, ven ‒decían, por
lo general.
Al menos uno
de cada tres votantes no tenía idea de cómo era el proceso. El presidente, en
un principio, se dedicó a explicarles haciendo uso del tarjetón. Luego, como
buen líder, le delegó su tarea a otro, o sea, a mí, mientras él buscaba comida y
hacía llamadas telefónicas. Lo más racional, me parecía, era explicar todos los
universos posibles. Eso fue lo que hice las primeras veces:
‒Usted debe
emitir cuatro votos: uno para gobernador, uno lista, uno para el Consejo Legislativo
y otro para el representante indígena. Hay dos formas de votar: entubar o
cruzar el voto. Para entubar, debe marcar la opción que dice ‘seleccionar todo’
¿la ve? Está en una franja gris. De esa forma hace tres de los cuatro votos.
Sólo le faltaría el indígena. Si usted quiere cruzar el voto, seleccione entonces
las opciones de su preferencia para cada cargo, no tienen que ser de un mismo
partido. Luego vote por el indígena. Si deja espacios en blanco, le saldrá un
recuadro en el que aparecerán dos alternativas: ‘completar selección’ y ‘votar’,
si desea emitir el voto dejando esos espacios en blanco entonces presione el ‘votar’
que está en el recuadro azul, en el blanco no, porque no emite nada.
Desastre. La
respuesta promedio a este mensaje fue: “¿Ah? No, mijo. No entiendo. Más
despacio, házmelo más fácil”, o también: “Ya, ya entendí”, dos minutos después
pedían asistencia frente a la máquina de votación. En vista de este panorama,
decidí simplificar todo, así estuviera dejando situaciones de lado. Era lo más
pedagógico. La nueva explicación iba así:
‒Usted tiene
que hacer cuatro votos: tres arriba y uno abajo. Ubique el partido de su
preferencia y le da a la opción que dice ‘seleccionar todo’, así hace tres de
los cuatro votos, le quedaría el indígena que está abajo”.
Este era mi material de apoyo
‒ ¿Y si no quiero
votar por el indígena?
‒ ¡Entonces
es usted un maldito racista! ¡No a la discriminación de los aborígenes! ¡Viva Atahualpa y los pueblos unidos del Perú!
‒pensaba. Pero en realidad les explicaba que dejarían espacios
en blanco y que aparecería un recuadro
blanco en el que… y así.
Luego de
unas cuantas lecciones, el tercer testigo me dijo:
‒¡Epa, epa,
epa! Mira, yo te he visto como has estado procediendo y no me gusta eso para
nada. Estás ahí señalando opciones y eso no es así, papá. No señales.
‒Pero si les
estoy mostrando dónde está el botón ‘seleccionar todo’ y los candidatos
indígenas ‒le respondí.
‒No, no, a mí
no me estés señalando el tarjetón porque te he visto, he visto lo que has
estado haciendo, dónde has estado marcando, y yo no quiero problemas.
En ese
momento se acercó el presidente incompetente:
‒Sí, vale, es
mejor que no señales.
La primera
reacción que me vino a la mente fue decir: “¡Entonces vengan ustedes a explicar
su vaina! Por lo menos la gente me entiende”, pero luego reflexioné: “¿De
verdad quiero que gente tan boba esté enseñándole a las personas cómo votar, y
entorpeciendo, probablemente, el proceso?”, me dije. “No”. Asentí al reclamo de
mis interlocutores y continué con lo que estaba haciendo.
A eso de las
11:30 am el borrachín que me ubicó en la mesa me trajo un pan para almorzar. Le
agradecí y lo dejé sobre un pupitre. Al rato me percaté de que ese sándwich no
me iba a llenar y de que aún no había votado. Pensé que sería idóneo tomar dos
horas para almorzar bien y “ejercer mi derecho al sufragio”, como diría Tibi.
Mientras hablaba con el primer testigo para pactar unas pausas de tal manera
que la mesa no quedara sola, entró el presidente luego de un largo rato de
ausencia, miró el pan y dijo:
‒ ¿De quién
es este pan? Verga, no he comido nada hoy.
‒Mío ‒contesté.
‒ ¿Te lo vas
a comer? Mira que está ahí peligrando, compai.
‒No, te lo
puedes quedar.
‒Gracias,
helmano.
‒Ojalá te dé colitis
‒pensé, mientras caminaba hacia mi
casa.
Perdona, tu centro de votación parecía un mercado, ¿en que parte de maturin fue eso? ¿y para que te molestaste en tanto protocolo?, en esos casos pareciera que es mejor ser como la real academia española, aceptar la estupidez en vez de educar a la gente, seguramente la selección natural se encargará de ellos.
ResponderEliminarPero aceptar la estupidez conlleva consecuencias, como que el proceso se paralice todo y los miembros empiecen a gritar instrucciones simultáneamente, es un caos. Eso fue en una escuela pública que está por el centro de la "ciudad".
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